martes, abril 23

Sentido de nación y sentido de estado

La oposición democrática de Venezuela debe renovar su liderazgo
CEPE

El significado de la nación no es el mismo que el significado del estado. El primer concepto nos remite a las particularidades culturales de un pueblo, su pasado, su presente y su vocación de futuro, un proyecto de vida común, el «plebiscito cotidiano» del que hablaba Renan, un espacio físico apropiado como el suyo, un lenguaje con sus propias peculiaridades en la forma en que nos comunicamos, con sus particulares palabras, modismos y refranes, en definitiva, el sentimiento de pertenencia a un “nosotros” diferente a los “otros”. Por el contrario, el sentido del Estado nos remite a la arquitectura institucional, a la forma política, al poder y su distribución vertical y horizontal, a las relaciones de poder y de derecho. La armonía entre el sentido de nación y el sentido de Estado constituye la fuerza de un Estado-nación moderno, capaz de adaptarse sin perder su especificidad y sus fortalezas, al entorno cambiante del mundo globalizado de nuestro tiempo.

No tengo ninguna duda de que Venezuela es una nación, construida a lo largo de cinco siglos, en un camino a veces tortuoso y en momentos difíciles que nos han integrado a lo que yo llamaría ser venezolano, una comunidad nacional específica con vida propia (a veces orgullosa y progresivo, a veces decreciente) dentro de la comunidad de naciones. Como ha señalado Arturo Uslar Pietri, un autor que como pocos ha entendido el ser venezolano, sus angustias, sus aciertos y sus desaciertos, nuestra experiencia existencial nos ha dotado de rasgos particulares, donde la historia tiene mucho que ver, pero también la forma en que ocupó el territorio, la geografía, la vida individual y comunitaria en sus múltiples manifestaciones, y que constituyen el ser venezolano, nuestro propio sentido de nación. En apretada síntesis, subrayaría ciertas características del ser venezolano, sin querer darles aquí una intención moralizante. Mencionaría de entrada la exitosa integración racial de los venezolanos, producto de la mezcla de españoles blancos, indígenas y negros, que diría que es única entre los pueblos latinoamericanos y que se manifiesta en nuestro igualitarismo desvergonzado. Señalaré también la “vivacidad criolla”, es decir el retorno a la astucia, sin detenerse en sus consecuencias, para lograr objetivos que, en una sociedad sana, redundarían en la laboriosa búsqueda del lucro por la constancia del trabajo digno. . Y para no seguir abundando, no puedo dejar de evocar nuestro tradicional desprecio por la ley, que se remonta a nuestros orígenes, sintetizado en la frase «se respeta pero no se respeta», expresión de desprecio por los dictados y de las ventajas de las leyes de la India. . Si bien es cierto que el país ha logrado avanzar hacia la modernidad, gracias a una alta movilidad social, impulsada por la generosidad de los ingresos petroleros en nuestro exitoso siglo XX, particularmente a partir de 1936, uno de nuestros grandes logros civilizatorios, no es menos cierto que los gérmenes de un resentimiento social que no hemos podido reducir, producto duro de nuestra psicopatología, y menos encauzado hacia fines nobles, han tenido efectos nocivos de destrucción a lo largo de nuestra historia, cuyas consecuencias han tenido más de una vez desvió nuestra experiencia vital de ciudad atrasada.

El sentido del Estado no ha florecido como a todos nos hubiera gustado en lo que significa armonizar con el ser nacional, servir a la comunidad nacional en los fines del desarrollo humano y ¡por qué no! el orgullo y la grandeza nacional a que aspira, como tenemos derecho a aspirar como venezolanos, como legítimos herederos de la gloriosa generación de venezolanos, que superando toda clase de sacrificios nos han conducido a la independencia política y servido de ejemplo al resto de los países latinoamericanos. Y estoy apuntando aquí a la cuestión de la forma política, es decir, cómo lograr vincular la arquitectura institucional del Estado a las aspiraciones de la comunidad nacional, e intentar el éxito nunca obtenido, más bien frustrado, en la lucha por el estado de derecho y el estado de derecho. Aparte de algunos momentos espléndidos de nuestra historia, con todas sus dificultades y carencias, es cierto, como es el caso de los cuarenta años de la República Civil (1958-1998), porque al menos en la cúspide de la estructura de la poder contenido en la constitución, el «gobierno de leyes» prevaleció sobre el «gobierno de los hombres», nuestra convulsa historia ha sido terreno fértil para las dictaduras y el estorbo del personalismo político, con nefastas consecuencias para la comunidad nacional.

En conclusión, sin un sentido de Estado, y lo cierto es que aún nos queda mucho camino por recorrer para lograr un patrón de institucionalidad sólida, el sentido de nación nunca alcanzará las pretensiones de civilidad sólida a las que toda sociedad ama de la libertad es el derecho que aspira.

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Hildelita Carrera Cedillo
Hildelita Carrera Cedillo